1. La proposición del cazador de elefantes Alan Cuatermein, un curtido cazador de elefantes de unos cincuenta años, se encontraba sentado en su modesto alojamiento de Durbán, Sudáfrica. Su mente divagaba mientras contemplaba lo que el futuro podría deparar a un hombre de su edad y oficio. La habitación que le rodeaba parecía un museo de sus aventuras pasadas: paredes cubiertas de mapas descoloridos que semejaban piel arrugada y estanterías repletas de curiosidades de la naturaleza africana.Sentado allí, recorriendo distraídamente las cicatrices de sus manos, era como hojear el libro de su vida. Cada marca era un capítulo de triunfos y derrotas. La más grande, que le cruzaba la palma, le recordaba la vez que escapó por los pelos de un rinoceronte embravecido.Justo cuando se sumía en sus pensamientos, su tranquila tarde se vio interrumpida como por un trueno. Dos ingleses irrumpieron en sus aposentos, trayendo consigo la energía de una tormenta eléctrica. El primero, Ser Enri Curtís, era imponente. Alto y apuesto, parecía recién salido de un exclusivo club londinense. A su lado estaba el capitán Yon Gud, un oficial de la marina que daba la impresión de haberse vestido a oscuras.Estos dos no estaban allí de visita social, eso saltaba a la vista. Se lanzaron de lleno a contar su historia, hablando del hermano de Ser Enri, Yorch, que había desaparecido. Al parecer, Yorch había estado persiguiendo algo que sonaba más a leyenda que a realidad: las míticas minas de diamantes del rey Solomon. Mientras hablaban, Cuatermein sintió ese viejo y familiar cosquilleo de emoción que le recorría la espina dorsal.Antes de darse cuenta, Cuatermein estaba sacando un viejo mapa arrugado que había guardado como un secreto inconfesable. Al extenderlo sobre la mesa, fue como si las líneas desvaídas y las marcas crípticas cobraran vida. Empezó a contarles la leyenda de las minas, una historia que le había relatado un comerciante portugués llamado José Silvestre.Mientras Cuatermein hablaba, la lúgubre habitación parecía desvanecerse. De repente, todos se vieron bajo un sol abrasador, rodeados de un desierto interminable y montañas imponentes. El calor era real, el polvo les sabía a arena en la boca. Pudo ver el cambio en sus rostros a medida que asimilaban la magnitud de lo que estaban considerando.Cuatermein se encontró en una lucha interna. Su parte más sensata le gritaba que no se moviera, enumerando todas las formas en que podrían morir en aquel desierto inexplorado. Pero la otra parte, la que le había convertido en aventurero, le susurraba la emoción del descubrimiento y el atractivo de riquezas incalculables.Al final, la decisión pareció tomarse sola. La promesa de riqueza, el encanto de la aventura y tal vez un toque de locura se impusieron a su sentido común. Antes de darse cuenta, Cuatermein se oyó a sí mismo aceptando dirigir la expedición.Cuando se estrecharon las manos para sellar el acuerdo, Cuatermein sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Era excitación mezclada con una buena dosis de miedo. Estaban a punto de lanzarse de cabeza a un viaje que les pondría a prueba de un modo que ni siquiera podían imaginar. El camino que tenían por delante era como un campo minado: tribus hostiles, terreno mortífero y la amenaza constante de lo desconocido. Pero al mirar a los ojos decididos de sus nuevos compañeros, Cuatermein sintió una pequeña chispa de esperanza.Cuando los ingleses se marcharon a prepararse, Cuatermein regresó a su habitación. El lugar que horas atrás le había parecido una jaula, ahora se asemejaba al último puerto seguro antes de una tormenta. Empezó a recoger su equipo, y cada objeto le traía recuerdos de los roces con la muerte y las situaciones límite del pasado.Mientras empaquetaba, su mente bullía con todas las cosas que tendrían que hacer. No se trataba de un paseo por el campo. Necesitaban provisiones, armas, guías locales que no los vendieran a la primera tribu que encontraran. Y mucha información.Las manos de Cuatermein se detuvieron sobre su viejo rifle. Necesitaría algo con más potencia de fuego donde iban. Mientras consideraba los retos que les aguardaban, un escalofrío recorrió su espina dorsal. Estaban a punto de adentrarse en un mundo donde cada sombra podía esconder una amenaza, y un paso en falso podía significar la muerte. Pero ya no había vuelta atrás. La suerte estaba echada y, para bien o para mal, Alan Cuatermein estaba a punto de embarcarse en la aventura de su vida.
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