1. Llegada a Wahlheim Los ojos de Werther se abrieron de par en par al contemplar el impresionante paisaje. Las ondulantes colinas parecían extenderse sin fin hacia el horizonte, creando una escena digna de un cuento de hadas. Le rodeaban frondosos bosques rebosantes de vida y pintorescas casitas salpicaban el entorno como sacadas de un libro ilustrado.Por suerte, Werther consiguió alojamiento en casa de una dulce viuda que lo acogió sin pensárselo dos veces. Era el vivo retrato de su abuela, siempre pendiente de él y asegurándose de que no le faltara de nada.Sin darse cuenta, Werther cayó en una rutina diaria que le resultaba tan natural como respirar. Se levantaba con el alba, cuaderno en mano, listo para capturar la belleza que le rodeaba. La forma en que la luz matutina bañaba la hierba cubierta de rocío era como un espectáculo de la naturaleza, y Werther no se cansaba de contemplarlo.Pero no era solo el paisaje lo que cautivaba a Werther. Los campesinos del lugar, con sus manos curtidas y sus rostros tostados por el sol, eran como libros de historia andantes. Llevaban una vida sencilla, pero parecían más felices que cualquiera de los que había conocido en la ciudad. Werther charlaba con ellos durante horas, absorbiendo sus historias y su sabiduría como una esponja.Y qué decir de los niños del pueblo. Werther se convirtió en el flautista de Hamelín, siempre rodeado de una pandilla de pequeños que le pedían cuentos y juegos. Se inventaba las historias más disparatadas y las representaba con tanto entusiasmo que hasta los adultos dejaban sus quehaceres para escucharle. Aquellos momentos, llenos de risas y asombro, eran pura magia.Todas las noches, sin falta, Werther se sentaba y volcaba sus pensamientos en cartas a su amigo Wilhelm. Describía cada detalle de su día, desde la forma en que la luz bailaba sobre el río hasta el aroma a pan recién horneado que emanaba de la panadería del pueblo. Era como si intentara pintar un cuadro con palabras, deseando que Wilhelm experimentara este pedacito de paraíso a través de sus ojos.Al establecerse en el pueblo, Werther se sintió atraído por el pastor local y su esposa. Pasaban horas debatiendo sobre cualquier tema, desde las últimas novedades literarias hasta las cuestiones filosóficas más profundas. Era como gimnasia mental, y Werther disfrutaba cada segundo.Luego estaba Hans, un joven granjero que tomó a Werther bajo su ala. Werther nunca había visto una vaca de cerca, pero Hans tuvo paciencia y le enseñó los entresijos de la vida en la granja. Al principio, Werther era un manazas, pero se entregó a la tarea con entusiasmo. Trabajar con las manos, sentirse unido a la tierra como nunca antes, le producía una gran satisfacción.A medida que la primavera daba paso al verano, los días de Werther adquirían un carácter onírico. Se pasaba horas deambulando por bosques bañados por el sol, dibujando junto al río y tumbado en campos de flores silvestres. Y las noches eran algo totalmente distinto. Se sentaba bajo una bóveda de estrellas tan brillantes y numerosas que parecía que alguien hubiera esparcido diamantes por el cielo. En esos momentos de calma, con el canto de los grillos y una suave brisa que mecía las hojas, Werther sentía una paz que nunca antes había conocido.Por primera vez en su vida, Werther sintió que pertenecía a algún lugar. Wahlheim no era solo un punto en el mapa: era su hogar. Podía ver su futuro desarrollándose aquí, su arte floreciendo en este entorno enriquecedor. Era como si hubiera sido la pieza de un puzle que por fin encajaba.Con el paso de los días, Werther no podía evitar sentir una agridulce mezcla de emociones. Estaba agradecido por las experiencias, las amistades y el crecimiento personal que había experimentado en este entorno idílico. El pueblo había dejado una huella indeleble en su alma, convirtiéndolo en una persona más reflexiva y agradecida.Al repasar su viaje, desde el momento en que pisó Wahlheim por primera vez hasta su última noche bajo el cielo estrellado, Werther se dio cuenta de que este capítulo de su vida, aunque había terminado, le había dado una nueva perspectiva de lo que realmente importaba. La sencillez de la vida en el pueblo, la belleza de la naturaleza y la calidez de las relaciones humanas auténticas le habían transformado.Mientras empaquetaba sus pertenencias, listo para afrontar lo que le deparara el futuro, Werther sabía que una parte de él siempre permanecería en Wahlheim. Las lecciones aprendidas, los recuerdos creados y la inspiración obtenida seguirían influyendo en su arte y en su visión de la vida.Pero cuando Werther pensaba que su estancia en Wahlheim tocaba a su fin, el destino tenía otros planes. En una cálida tarde de junio, oyó rumores de un baile en un pueblo cercano. Algo se agitó en su interior, una mezcla de emoción y aprensión. Poco podía imaginar, mientras se dirigía al lugar del baile con el sol poniéndose en tonos naranjas y rosas, que esa simple decisión pondría su mundo patas arriba. ¿ Qué le esperaba en el baile?
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