Eduardo Prendick se encontraba en un verdadero aprieto. Estaba solo en un pequeño bote, a la deriva en medio del océano tras sobrevivir al naufragio del Leidi Vein.Durante días interminables, el pobre Edi libró una batalla perdida contra el sol y su propio cuerpo. El bote bien podría haber sido una sartén, con él como plato principal. Sus labios estaban agrietados como cuero viejo, su piel se convertía en un doloroso mosaico de ampollas, y su esperanza se evaporaba más rápido que un charco en el desierto.Pero justo cuando estaba a punto de tirar la toalla, algo apareció en el horizonte. Al principio, pensó que su cerebro achicharrado le estaba jugando una mala pasada. Pero no, era real: un barco que surcaba las olas como un cuchillo caliente la mantequilla. Se llamaba Ipecacuana.Cuando lo subieron a bordo, Edi sintió una mezcla de alivio y desconcierto. La cubierta parecía el Arca de Noé enloquecida. Cajas y jaulas por todas partes, llenas de todo tipo de bichos alborotados.Apareció Montgomeri, un médico de ojos amables pero con la mirada de quien lleva el peso del mundo sobre sus hombros. Acogió a Edi bajo su protección, lo curó y lo sacó poco a poco de las garras de la muerte. Con cada sorbo de agua y cada bocado de comida, Edi sentía que la vida volvía a su cuerpo.Pero a medida que Edi se fortalecía, empezó a notar cosas extrañas. El propio barco parecía contener la respiración, como si guardara secretos. Las conversaciones se interrumpían cuando él pasaba y la tripulación lo miraba como si fuera un bicho raro.Y entonces, vaya por Dios, llegó el momento que le daría pesadillas durante semanas. Vio algo - o a alguien - que hizo que su cerebro entrara en cortocircuito. Era como si alguien hubiera mezclado trozos de persona y de animal. Los ojos eran lo peor: demasiado humanos, demasiado cómplices.El capitán del barco echó más leña al fuego. Imagínese una botella de ron andante y parlante con problemas de ira. El genio de este tipo era más corto que la mecha de un petardo, y parecía tenerla tomada con Montgomeri.Mientras navegaban, el ambiente se cargaba con todas las cosas que nadie decía. Edi se sentía como si estuviera atrapado en medio de un gigantesco juego del escondite, pero nadie se había molestado en explicarle las reglas. Escuchaba retazos de las discusiones entre Montgomeri y el capitán, palabras como "isla" y"experimentos"flotando en el aire.Cuanto más se acercaban a su destino, más le carcomía la curiosidad a Edi. Era como un picor que no podía rascarse, una canción pegadiza de la que no recordaba la letra. Y allí, en el horizonte, estaba esa isla. Al principio, era solo una mancha, como si alguien hubiera arrastrado accidentalmente el pulgar por un cuadro del mar.¿ Qué les esperaba en aquella isla? ¿ Qué ocultaba Montgomeri? Y esa criatura - esa mezcla imposible de hombre y bestia -, ¿ cuál era su papel? Mientras el Ipecacuana surcaba las olas, Edi no podía evitar la sensación de que no solo se dirigía hacia una isla.El Ipecacuana por fin se acercaba a su destino después de lo que parecía una eternidad en el mar. Aquella isla misteriosa estaba allí mismo, prácticamente al alcance de la mano, y prometía todo tipo de nuevas aventuras y secretos. Pero Edi no tenía ni idea de lo que le esperaba.