El sol apenas despuntaba en el horizonte, bañando la brumosa mañana con un tenue resplandor.Amelia, con sus rizos dorados como tirabuzones y ojos brillantes cual gotas de rocío, era la viva imagen de la inocencia y la calidez. Irradiaba luz propia, el tipo de chica que caía bien a todo el mundo.Luego estaba Becky. Vaya, Becky era harina de otro costal. Sus penetrantes ojos verdes se movían como los de un felino, captando cada mínimo detalle. Casi se podían ver los engranajes girando en su astuta cabeza, siempre maquinando su próxima jugada. Huérfana y becaria, Becky albergaba un rencor del tamaño de una catedral.Al acercarse al carruaje, salió la señorita Pinkerton, la directora, con cara de haber chupado un limón. Envolvió a Amelia en un cálido abrazo, hablando efusivamente sobre el placer que había sido tenerla en la academia. Por su forma de expresarse, cualquiera diría que Amelia era la reencarnación de Serbantes.Pero cuando se trataba de Becky, bueno, el ambiente se enfriaba más rápido que un polo al sol. La Srta. Pinkerton apenas pudo asentir con frialdad, y le entregó un mísero diccionario a Becky como si le quemara las manos.Becky no era de las que se quedaban de brazos cruzados. Cuando el carruaje comenzó a alejarse, hizo algo que habría puesto los pelos de punta a la Srta. Pinkerton. Con una sonrisa maliciosa digna del Gato de Cheshair, le lanzó el diccionario a Yemaima, la hermana de la señorita Pinkerton. El libro voló por los aires como un pájaro liberado de su jaula y aterrizó con un golpe sordo y satisfactorio a los pies de Yemaima.Mientras el carruaje avanzaba hacia Rasel Escuer, en Londres, donde residía la familia de Amelia, era como ver chocar dos mundos opuestos. Amelia, bendita sea, era puro sol y arcoíris, parloteando sobre lo emocionada que estaba por ver a su familia y comenzar su nueva vida.Becky, por su parte, era como un gato acechando a un ratón especialmente jugoso. Su ingenio era tan afilado como una navaja recién afilada, y su visión del mundo tan halagüeña como la de un pilluelo londinense.Entonces Becky empezó a contar historias sobre su peculiar educación, y vaya si era toda una odisea. Describía a su padre como un hombre del Renacimiento: mitad artista, mitad maestro de esgrima, puro encanto. Por cómo lo pintaba, cualquiera diría que era una mezcla entre Belaskes y los Tres Mosqueteros. ¿ Y su madre? Una explosiva francesa que había barrido a su padre de un plumazo.A medida que Londres se perfilaba en el horizonte, un mar de chimeneas y tejados que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, casi se podían ver los engranajes girando en la cabeza de Becky. Para ella, esta estancia con los Sedli no era una simple visita de cortesía, sino su billete de oro. Era como una jugadora de ajedrez, siempre pensando varios movimientos por delante.El contraste entre las dos jóvenes no podía ser más evidente. Amelia era como una delicada flor, lista para florecer bajo el cálido sol de su amorosa familia. Becky, en cambio, se asemejaba más a una mala hierba: dura, resistente y decidida a crecer contra viento y marea.Conforme se acercaban a Rasel Escuer, los ojos de Becky brillaban con una mezcla de emoción y cálculo. La casa de los Sedli se alzaba ante ellas, una imponente mansión que parecía prometer un mundo de oportunidades. El corazón de Becky se aceleró, su mente ya bullía de planes. No se trataba de una simple visita, sino del primer paso de su gran estrategia para conquistar la alta sociedad londinense. Cuando el carruaje se detuvo frente a la casa, Becky respiró hondo, preparándose para lo que le aguardaba.